Una organización, del carácter de la Cruz Roja, promueve la instalación de “escudos azules” para proteger el patrimonio cultural en zonas de conflicto. Su violación puede ser considerada un crimen de guerra.
Alberto Escovar, Arquitecto, exdirector de Patrimonio del MinCultura, actualmente en el Instituto Argamasa.
El ”escudo azul” es un emblema protector promovido por la organización del mismo nombre con la intención de alcanzar la relevancia de la Cruz Roja, pero para proteger el patrimonio de la humanidad, sin inmiscuirse con los bandos en conflicto que pudieran ponerlo en riesgo. La entidad toma su nombre del símbolo del escudo azul diseñado por el arquitecto polaco Jan Zachwatowicz (1900-1983), quien fue responsable de la restauración de los edificios arrasados durante la Segunda Guerra en su país.
En este punto es necesario recordar que tras el sitio de Varsovia, que culminó con la invasión alemana de Polonia en 1939, se reconstruyeron partes del casco antiguo, pero inmediatamente después del Levantamiento de Varsovia (agosto-octubre de 1944), el ejército alemán voló de manera sistemática lo que había quedado en pie. Al finalizar la guerra, el equipo de profesionales que lideró Zachwatowicz reconstruyó el casco antiguo, reutilizando el mayor número posible de ladrillos y piezas ornamentales que se rescataron en los escombros.
Fue idea suya utilizar un símbolo constituido por un escudo en punta, partido en aspa, de color azul ultramar y blanco, para señalar los sitios culturales protegidos y así evitar repetir la tragedia que su pueblo había vivido. Para aquellos que en medio de un conflicto ignoren este emblema y destruyan el sitio o monumento señalizado con él, se atienen a ser considerados como criminales de guerra y pueden ser juzgados por la Corte Penal Internacional de La Haya.
La destacada labor que adelanta esta institución lleva a preguntarse por qué el patrimonio llega a convertirse en un “objetivo militar”. Y una posible respuesta es que justamente al representar ese patrimonio la identidad, la historia y la diversidad cultural de una comunidad o de toda una nación, por esa misma razón, en medio de un conflicto entre dos naciones, está condenado a convertirse en un objeto de deseo para ser destruido.
El ejercito contrario sabe que con su destrucción su oponente pierde parte de la memoria de la nación que representa y por la que lucha. Por otro lado, quien sufre su pérdida le falla a sus antepasados y reconoce que su recuerdo y el de todos aquellos que lo antecedieron, se lo puede llevar el viento. Esta parece ser una lección que la humanidad tiene aprendida desde hace mucho tiempo.
En la península Ibérica, los árabes construyeron sus mezquitas sobre los templos visigodos y a su vez los cristianos al expulsar a los moros hicieron lo propio levantando sus iglesias. No se podía esperar que hicieran algo diferente de los españoles que al llegar a América construyeron sus ciudades y templos sobre los restos de los antiguos imperios indígenas. La capital de los Aztecas dio paso a la ciudad de México, la de los Incas a Cuzco y en los terrenos del Zipa se erigió Bogotá. Y así los ejemplos siguen y siguen casi al infinito y explica por qué los nazis dinamitaron Varsovia, como ya se mencionó, o por qué ahora los rusos se han ensañado bombardeando los centros históricos de Kiev, Ivov y Odesa.
Una situación semejante se está viviendo ahora mismo en la Franja de Gaza. De acuerdo con el Ministerio de Cultura palestino, alrededor de 24 centros culturales se han visto afectados. Entre ellos se puede mencionar el museo Al Qarara, que funciona en un inmueble que cuenta con columnas romanas de más de 5.000 años de antigüedad o las ruinas de un antiguo puerto fenicio.
Cualquiera como yo podría preguntarse ¿por qué a mí, como individuo que vive en una ciudad de América Latina, tendría que haberme afectado que los polacos perdieran su capital, que en este momento a los ucranianos les bombardeen el patrimonio cultural de sus ciudades o que los palestinos vean como se destruyen sus centros culturales y sitios arqueológicos? Quizás la respuesta más inmediata sería, a mí eso no me afecta nada.
Sin duda, parte de los problemas que vivimos hoy en día, por ejemplo con el ambiente, han tenido su origen en esta indiferencia con lo que sucede en otras latitudes. Es innegable que cuando vemos una botella de plástico que deposita el mar en una playa, por un momento podemos concluir que ese objeto no fue producido ni consumido en sus alrededores, sino que fue lanzado al agua por alguien, quizás a kilómetros de distancia, que no era consciente de que le ocasionaría un problema a otros que además no pueden sentarse a esperar 500 años para que ésta se disuelva.
Es evidente que cada acción nuestra en un lugar de la tierra tiene repercusiones en otro en eso que algunos han denominado el “efecto mariposa” y que explica por qué el aleteo de un insecto en una parte puede ocasionar un huracán que arrasa una población entera en otro sitio. Si ya tenemos esa conciencia con el clima, si ya sufrimos sus rigores cuando no cae una gota de agua del cielo o cuando empieza a llover y no vuelve a parar, y sabemos que somos responsables por la manera como nos comportamos con el planeta, ¿por qué entonces no tenemos la misma conciencia con esas obras colectivas de las que nos deberíamos sentir orgullosos y que hacen parte de nuestro patrimonio cultural sin importar el lugar geográfico donde se encuentren o haya sido gestadas? ¿No deberíamos sentir el mismo orgullo al ver una pirámide egipcia o mesoamericana? ¿No se nos estremece el alma al visitar los jardines de la Alhambra en Granada; Machu Picchu en el Perú o la Muralla China? ¿Y no nos debería afectar por igual lo que pasa con estos lugares? La respuesta obvia es que sí y fueron justamente los daños ocasionados al patrimonio los que llevaron en 1954 a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), menos de una década después de haber sido constituida, a redactar una convención en este sentido.
La Convención para la Protección de los Bienes Culturales en caso de Conflicto Armado que se firmó en ese año concluyó que como consecuencia del desarrollo de la técnica de la guerra, este patrimonio estaba cada vez más amenazado por la destrucción y que su pérdida o afectación: “constituyen un menoscabo al patrimonio cultural de toda la humanidad, puesto que cada pueblo aporta su contribución a la cultura mundial” y que era deseable que ese patrimonio contara con una protección mundial.
Este fue un primer paso para lo que sucedería en 1972 con la Convención de Patrimonio Mundial que lideró la misma Unesco para asegurar la conservación de esos bienes únicos e irremplazables de cualquiera que sea el país a que pertenezcan, y que llevó a crear la lista de Patrimonio Mundial en donde nuestro país tiene inscritos varios sitios culturales y naturales, como el centro histórico de Santa Cruz de Mompox, los parques arqueológicos de Tierradentro y San Agustín o el parque natural de Chiribiquete.
Pero es entendible que por múltiples razones, desde políticas, económicas, técnicas o simplemente temporales, el patrimonio cultural que no está inscrito allí no deja de ser importante y, en ese sentido, es loable y útil la creación en 1996 del Escudo Azul.
Hoy en día, esta entidad privada está adscrita a la ONU y considera que tanto las obras de arte como las bibliotecas y las colecciones científicas deben protegerse de todo daño evitable en medio de un conflicto. Para este año el Escudo Azul ya cuenta con 31 comités nacionales y viene trabajando desde hace años en varios países Latinoamericanos, como Argentina, en donde más de 40 lugares cuentan con la protección del Escudo Azul y van desde la Casa Curutchet en la Plata, obra emblemática de la arquitectura moderna diseñada por el arquitecto franco-suizo Le Corbusier, hasta el museo Sívori, que funciona en una antigua casa quinta en el tradicional barrio de Palermo.
La organización ha prestado asesoramiento también en Perú, Ecuador y Costa Rica. Esta es la segunda pregunta que alguien como yo podría hacerse. ¿Si en esos países que no tienen guerra ya se están empleando acciones para proteger su patrimonio, por qué en nuestro país, que sí vive en medio de un conflicto, no tenemos ningún lugar señalizado con un Escudo Azul? ¿No haría falta contar con una organización de estas características en nuestro medio? Sin duda, la respuesta sería de nuevo sí.
Si bien es cierto que en nuestro país el patrimonio cultural protegido no se ha visto seriamente afectado por el conflicto armado, el resto que por el contrario no está protegido legalmente, sí ha sufrido daños. Por eso, esperar a que nuestras instituciones públicas encargadas de velar por la protección del patrimonio solo se limiten a defender aquel patrimonio que ha sido identificado y declarado como tal, nos enfrenta a la pérdida de un acervo cultural cuya desaparición nos afecta y que cada individuo o comunidad debería involucrarse en su defensa. Al final, más allá de contar o no con un adversario que se encargue de hacerlo por nosotros, quizás el mayor enemigo en la defensa de ese patrimonio cultural somos nosotros mismos con nuestra indiferencia.