Un pequeño valle en Bahía Culebra, en Guanacaste, Costa Rica, fue el hogar para una aldea precolombina muy organizada y productiva…
En un pequeño valle costero guanacasteco, hace 1.200 años, los muertos eran aún más respetados que los vivos y era usual pasearse por ahí con huesos de sus antepasados como accesorios.
La comunidad precolombina que se desarrolló en el valle de Jícaro, en Bahía Culebra (Península de Papagayo), entre el 800 y el 1.300 después de Cristo, tenía funciones especializadas: podían ser hábiles artesanos de las conchas, las mujeres eran líderes y los guerreros decapitaban a sus enemigos y usaban sus cabezas como trofeo.
¿Quiénes eran estas personas? ¿Cómo vivían? ¿Qué comían? ¿Cómo enterraban a sus muertos?
Estas son algunas de las preguntas a las que responde la exposición Vida y muerte en el valle de Jícaro, que se exhibe en el Museo de Jade, en San José, donde se recrea el sitio arqueológico con esqueletos y objetos hallados en el sitio..
La exposición presenta al público los hallazgos de las excavaciones realizadas entre el 2005 y el 2008 por los arqueólogos Felipe Solís y Anayensy Herrera en la península de Papagayo y financiadas por la empresa Ecodesarrollo Papagayo.
En una extensión de cinco hectáreas, los expertos excavaron 237 enterramientos (fosas funerarias) correspondientes a 442 individuos, pues en algunas de las sepulturas se enterró a más de una persona. Los restos corresponden a hombres, mujeres y niños, incluso algunos de ellos nonatos.
Más allá de la muerte
El grupo desenterrado era de ascendencia mesoamericana, que incluye a culturas como la chorotega, ubicadas desde el sur de México y hasta lo que hoy es Centroamérica.
“Para este período había mucha inestabilidad política por lo que estas personas migraron por ruta marítima hacia lo que hoy es Guanacaste. Era una zona que ya conocían debido al intercambio comercial”, contó Virginia Novoa, arqueóloga del Museo del Jade.
Las fosas eran sencillas concavidades en el suelo y allí se depositaban los cuerpos boca arriba y extendidos, una posición similar a la que utilizamos hoy para enterrar a nuestros muertos.
Para estos pobladores, el culto a los ancestros era muy importante. “Los antepasados tenían un gran significado espiritual, eran símbolo del conocimiento y por eso recordarlos después de la muerte era un práctica común”, dijo Solís, quien labora para el Museo Nacional.
Sin embargo, las formas para rendir tributo a los difuntos pueden parecernos un tanto grotescas: no nos imaginamos andar un brazalete hecho con la mandíbula de la abuela, ¿o sí?
“Esta es la primera vez en Costa Rica que se registran en un sitio arqueológico adornos corporales fabricados a partir de huesos y dientes humanos”, destacó Solís.
El arqueólogo confirmó que luego de los análisis de antropología forense, se determinó que probablemente se utilizaron fémures, tibias y húmeros por ser los huesos más grandes y fuertes del cuerpo humano.
Con los restos óseos finamente trabajados, confeccionaron colgantes, peinetas, pulseras, brazaletes y tobilleras.
“Encontramos mandíbulas a las cuales se les cortó la rama ascendente, es decir, la parte superior que se une con el cráneo, y se les hicieron agujeros para ser utilizados como adornos alrededor de los brazos”, detalló el arqueólogo.
A algunos dientes se les abría un orificio en el centro y se usaban como colgantes o cuentas para collares.
Todos estos accesorios muestran un grado de detalle que refleja el alto grado de especialización de los artesanos del valle de Jícaro.
El precio de la guerra
En el valle del Jícaro se encontró por primera vez evidencia física de las llamadas “cabezas trofeo”, una práctica común dentro del contexto bélico que consistía en decapitar al enemigo y usar su cabeza como símbolo de victoria.
Los arqueólogos conocían de esta práctica a partir de las esculturas en piedra fabricadas principalmente por grupos de la Vertiente Atlántica, en las que claramente se observa a un guerrero sujetando la cabeza en su mano.
Sin embargo, esta es la primera vez que los investigadores se topan con cráneos reales que dan testimonio de esa costumbre.
“Se encontraron cráneos humanos con marcas de descarnamiento. Ese era el proceso mediante el cual se removía el cuero cabelludo, los tejidos y la masa encefálica por medio de instrumentos muy finos y afilados, tipo navajas. Cuando los guerreros morían se colocaban estos cráneos, ya limpios, a modo de ofrenda en su sepultura”, detalló Solís.
Este rito también tenía un significado: “La creencia es que toda la energía vital de la persona que muere está contenida en la cabeza y, al colocarla en la fosa, se traspasa esa energía”, agregó el experto.
En la exposición, además, se muestra una reconstrucción de la fosa de un guerrero.
“Este hombre de unos 25 años fue sepultado con una mandíbula humana a modo de penacho, herramientas usadas como armas (hachas de piedra), objetos de concha, vasijas dientes humanos como pulseras y, a un lado, un cráneo con surcos que indican descarnamiento”, le cuenta la arqueóloga Novoa a La Voz de Guanacaste en un recorrido realizado por la exposición.
Estética precolombina
Si usted es de quienes critican los tatuajes o las cirugías plásticas, tampoco se va a sentir muy orgulloso de sus antepasados. En el Jícaro aparecieron también por primera vez cráneos que dan pistas sobre dos prácticas estéticas comunes en la época: la deformación craneal y la mutilación dental.
“La modificación craneal se le hacía a los bebés desde muy temprana edad. Consistía en colocar tablas en su cráneo para que éste adoptara una forma particular. El objetivo era estético”, explicó Novoa.
Y si hoy nos blanqueamos los dientes hasta encandilar estos ancestros guanacastecos se sometían más bien a la limadura dental.
Una de las fosas que se reconstruye en la exposición corresponde a la de una mujer líder en la comunidad, cuyo cráneo está modificado y sus dientes tienen limadura. “La disposición de los elementos hallados en la fosa nos revela que era una mujer con un alto rango dentro de la comunidad”, contó Novoa.
Irónicamente esa vida tan productiva, rica en costumbres y en ritos duraba, como máximo, 40 años.
Diario vivir
- Los frutos del mar eran indispensables en su dieta: pianguas, morenas, cambutes, almejas, chuchecas, rayas, tiburones eran parte de la fauna marina con la que convivían.
- La forma más extendida para preparar alimentos era en grandes hornillas, una especie de cocina de barro en forma de herradura sobre la que se colocaba las vasijas en las cuales se extraían los moluscos mediante la técnica de sancocho y se preparaban caldos de pescado.
- También tenían pequeñas huertas y se hallaron restos de maíz, frijoles, jocotes, jobos y nances.
- En un valle de 400 metros de largo y 150 de ancho compartían espacio con chompipes, saínos, venados, monos cariblancos, pavas de monte, tortugas y cangrejos.
- Entre sus actividades económicas destacaban la producción de sal y teñían textiles con la tinta color púrpura extraída de un caracol llamado múrice.
- Eran maestros para trabajar las concha. Con ellas fabricaban cuentas, pulseras, tobilleras, pero también objetos de uso cotidiano como cucharas, tapas para vasijas y raspadores para limpiar pieles de animales, punzones, destusadores de elotes y agujas
Por: Andrea Solano Benavides