Zoos humanos, racismo disfrazado de ciencia para las masas

El emperador de Brasil, Pedro II, inauguró un sábado de julio de 1882 una exposición antropológica en el Museo Nacional de Río de Janeiro en la que fueron exhibidos siete indígenas traídos para la ocasión que inmediatamente se convirtieron en la sensación del evento.

Llegaba a América, con boato y la bendición de un rey ilustrado, la moda de los zoos humanos. Unos espectáculos alumbrados por la colonización que fueron muy populares en la Europa del XIX. Servían un doble propósito: saciar la curiosidad del público y ser objeto de investigaciones que dieron sustento teórico al racismo científico, la creencia de que los blancos eran superiores al resto de los humanos.

Un siglo antes de que España descubriera que el Museo de Banyoles exponía a un africano disecado en una vitrina, las capitales europeas celebraron grandes exhibiciones de personas vivas presentadas como exóticos salvajes. Una de las principales atracciones de la Exposición Universal de París en 1889 fue su Village Nègre, que reunió a unos 400 nativos trasladados desde las colonias al corazón de la modernidad.

Recibió 28 millones de visitantes en seis meses. Reputados antropólogos y parisinos de a pie escrutaron a “representantes de razas amarillas, ricas negras, árabes, beréberes (…) y pieles rojas, 13 de ellos, un mestizo y un cowboy”, según el relato de un antropólogo de la época recogido por el biólogo Juanma Sánchez Arteaga en un artículo publicado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) que analiza también la exhibición carioca.

Aunque más documentados, también los zoos humanos europeos están sepultados en una especie de amnesia colectiva. Las recientes protestas antirracistas en Estados Unidos y medio mundo han puesto un potente foco en la esclavitud, la construcción del racismo y su reflejo actual en la desigualdad que desgarra sociedades como la brasileña.

Cartel anunciante de una exposición de seres humanos.
Cartel anunciante de una exposición de seres humanos.

“Esos eventos exponen la forma brutal en que Occidente construyó su otro, cómo se transformó en espectáculo a poblaciones que él mismo definió como “salvajes” o “incivilizados”, explica Marina Cavalcante Vieira, doctora en Ciencias Sociales de la universidad estatal de Río de Janeiro y autora de una tesis sobre lo primitivo y exótico en los museos, el cine y los zoos humanos. “Son testimonio de una cara vergonzosa del pasado de la ciencia antropológica y las prácticas museísticas”, añade. Y cuenta que eran habituales giras de uno o dos años con paradas en exposiciones universales o coloniales, circos, museos, teatros y zoológicos. “La tasa de mortalidad entre los integrantes de esas troupes era bastante alta”.

Además de ser utilizados para investigar y entretener, servían para afianzar y popularizar las teorías racistas. Esas exposiciones “tuvieron un papel muy relevante en la diseminación del racismo, a pesar de que hoy hayamos olvidado en buena medida estos eventos, como si no formaran parte de nuestro pasado cultural y científico no tan remoto”, afirma Sánchez Arteaga, ahora en la Universidad Federal de Bahía.

Ambos han investigado el episodio poco conocido, incluso en Brasil, en el que siete indígenas fueron convertidos en las estrellas de la exposición organizada por el Museo Nacional, a la vanguardia de la ciencia brasileña entonces y que en 2018 ardió casi completamente.

Para preparar el grandioso evento de 1882 el director de la institución publica una circular en la prensa en la que pide aportaciones en forma de momias, collares, instrumentos de caza… Y entre las ofertas destaca la del presidente de la provincia de Espirito Santo. Ofrece enviar “una familia” de indígenas del río Doce “un anciano casado con dos muchachas, una anciana, un mozalbete y dos niños” y precisa que las mujeres lucen un vistoso adorno labial, que saben bailar y cantar, y que un intérprete los acompaña, como relata Cavalcante. Lo que no dice es que los envía con engaños a la entonces capital de Brasil. Fueron conocidos como los indios botocudos (como los colonizadores portugueses denominaban el plato con el que se alargan los labios). Mientras dura el evento, estos se fugan varias veces lo que, según los relatos de entonces, aumenta la curiosidad popular. “Los investigadores del museo brasileño afirmaban que los botocudos eran el grupo primitivo más inferior en la escala evolutiva”, según Cavalcante, que añade: “La idea de exponer a los siete indígenas (en 1882) nos puede parecer absurda hoy, pero fue pensada precisamente como una manera de popularización científica”.

El pigmeo Ota Benga, exhibido a finales del siglo XIX, en  Nueva York con un orangután.
El pigmeo Ota Benga, exhibido a finales del siglo XIX, en Nueva York con un orangután.

La exposición antropológica brasileña se presenta como una fiesta de la ciencia en un país que todavía tardaría seis años en abolir la esclavitud de los negros.

Una de las protagonistas (más bien víctima) más famosas de los zoos humanos fue la africana Saartjie Baartman. Bautizada como La venus de Hotentote, fue expuesta en un teatro de Londres en 1810. Las masas podían ver con sus propios ojos lo exótico, y por un pequeño extra, incluso tocarlo. Científicos reputados la estudiaron en el Museo Nacional de Historia Natural de París.

Los zoos humanos llegaron hasta bien entrado el XX. El último fue probablemente el de varios adultos y niños llevados desde el Congo belga a la metrópoli con motivo de la exposición universal de 1958, en Bruselas. El embrión de la Unión Europea nació años antes.

Lo que durante siglos había sido un espectáculo alcance de la élite se tornó un espectáculo de masas. Los Reyes Católicos tuvieron el privilegio de ver a los seis indígenas que Cristóbal Colón, ahora objeto de la ira antirracista en EEUU, se llevó de América en su regreso a España. En los siglos posteriores el comercio de esclavos se convertiría en un lucrativo negocio que abastecía a las colonias de la necesaria mano de obra. Doce millones de los africanos llevados a la fuerza sobrevivieron a la travesía. Todavía hoy sus descendientes viven menos y son más pobres que sus compatriotas blancos.

Los espectáculos se celebraron incluso en zoológicos, cuenta Sánchez Arteaga. Tras una gira por Estados Unidos, el pigmeo Ota Benga fue exhibido a principios del XX junto a un orangután en el zoo del Bronx (Nueva York), donde colgó su hamaca y debía hacer exhibiciones de tiro con arco para los visitantes. Unas protestas lideradas por un pastor negro lograron sacarlo de allí. Tras deambular unos años, Benga se pegó un tiro. El negro de Banyoles está enterrado en Botsuana; y Saartjie Baartman en Sudáfrica. El presidente Nelson Mandela tuvo que negociar duro con Francia para que entregara los restos de La Venus.

 

Por: NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR

 
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