En 1914 el alemán Konrad Theodor Preuss empacó con cuidado un cargamento de estatuas de piedra halladas durante sus exploraciones en fincas del caserío de San Agustín y sin avisarle a nadie, lo envió a lomo de mula y a hombros de indígenas hasta Neiva para embarcarlo por el río Magdalena, guardarlo en una finca de Cundinamarca y llevarlo más adelante hasta Europa.
Quince años después de sus excavaciones, el etnólogo y antropólogo ―conocido como el primer científico que investigó la llamada cultura de San Agustín― admitió en su libro Arte monumental prehistórico que tuvo «dificultades sin cuento» para sacar varias «cargas» de esculturas, moldes de estatuas e infinidad de objetos de cerámica y utensilios de piedra empleados por los escultores. La sola mención de «varios quintales» ―medida de peso equivalente a cien kilogramos― indica que el cargamento pudo llegar a una tonelada.
Transcurrido un siglo, no se ha podido precisar cuántas estatuas salieron de su lugar natural para dormir el sueño del olvido en el Museo Etnológico de Berlín en donde hoy reposan junto a piezas de otras culturas. La confusión la creó el propio investigador quien nunca reveló cuántas obras sacó subrepticiamente de Colombia ni en qué momento lo hizo. Primero, en una carta del 31 de enero de 1914 ―dos meses antes de dejar a San Agustín― dijo que una de las figuras pequeñas halladas «ya se empacó para Berlín», situación que da para pensar que hubo un envío inicial. En su libro, sin mencionar números, relató con desfachatez que el 18 de febrero de ese año una recua de mulas llevó a Neiva «mi primer cargamento de antigüedades indígenas…» Más adelante indicó que en abril, al concluir su exploración de tres meses y medio, sus hombres llevaron otras obras hasta la capital del Huila, pero tampoco citó cantidades. A renglón seguido, por una sola vez, señaló que catorce estatuas pequeñas fueron movilizadas entre el Alto de las Piedras, San Agustín y Pitalito, por «peones de fuerza hercúlea». Se presume, entonces, que de Uyumbe, Isnos, Laboyos y otras regiones salieron por lo menos dos cargamentos con más de catorce esculturas empacadas en cajones de madera.
La primera duda legal sobre el volumen del cargamento que salió de Colombia tan pronto terminó la I Guerra Mundial (1914-1918), surgió en septiembre de 1915 cuando José María Burbano, corregidor de San Agustín, denunció ante el director del Museo Nacional, Ernesto Restrepo Tirado, que Preuss se llevó varias figuras de la Hacienda Laboyos e Isnos. De la primera sacó varias estatuas pequeñas y del segundo lugar, junto con otras de menor tamaño, tomó por lo menos dos esculturas que podrían pesar ocho arrobas cada una. No obstante, para algunos los expertos no fueron unas cuantas estatuas ni catorce sino muchas más. Pablo Gamboa, antropólogo conocedor de la estatuaria, señala que eran «23 pequeñas estatuas». David Dellenback, un estadounidense residenciado hace 30 años en San Agustín, líder de la campaña para repatriar estos bienes culturales, afirma que son 21. Este número fue confirmado por el profesor Hermann Parzinger, presidente de la Fundación de Herencia Prusiana, entidad que administra el Museo Etnológico de Berlín, en carta enviada a Dellenback el pasado tres de junio. En efecto, en el portal electrónico del museo aparecen, a todo color, las 21 obras agustinianas y otros 237 elementos de la región como vasijas, adornos, piedras, lajas, trozos de esculturas y fragmentos de utensilios. Varias de las figuras talladas, como aparece en el libro de Preuss y se puede verificar por la ficha técnica existente en el museo, no son pequeños adornos para una mesa de sala, sino obras de considerable peso y tamaño.
K. Th. Preuss fue uno de los primeros hombres dedicados a la etnología, una ciencia poco conocida entonces y como tal, estudió diversas culturas del mundo, entre ellas las tribus cora y huichol de la Sierra Madre Occidental mexicana, con las que convivió entre 1905 y 1907. Es probable que su interés por San Agustín haya surgido al conocer en Berlín los estudios y grabados del militar y geógrafo italiano Agustín Codazzi publicados por la Comisión Corográfica (1850-1862) y el libro Prehistoria y viajes americanos, estudios arqueológicos y etnográficos (1893), del general y político bogotano Carlos Cuervo Márquez.
Su expedición al sur de Colombia para tratar de interpretar la naturaleza histórico-religiosa de una cultura monolítica desconocida por el mundo la emprendió a los 44 años de edad. Llegó en septiembre de 1913 a Barranquilla a bordo de un barco y de allí siguió, Magdalena arriba, hasta Honda, La Dorada, Beltrán y Girardot de donde se desvió a Bogotá para obtener «informes indispensables» que en sus escritos no especificó si eran oficiales, por ejemplo, para pedir permiso al Gobierno o reportarse ante su embajada. Lo que sí hizo durante las tres semanas que estuvo en la capital fue comprar provisiones y contratar a Telésforo Gutiérrez, un joven que hizo las veces de cocinero, arriero y baquiano. En Purificación, Tolima, consiguió las mulas y contrató otros peones con quienes recorrió trochas, vadeó ríos crecidos, soportó aguaceros que parecían diluvios y reposó bajo frondosos samanes que lo guarecieron del calcinante sol. En su ameno relato inicial ?muy parecido a una crónica periodística? comenta que durante los catorce días que lo llevaron hasta Neiva, Hobo, Gigante, Altamira, Pitalito y San Agustín, solo encontró chozas aisladas y moradores autóctonos pero no «persona alguna de nación extranjera civilizada».
Al llegar a la región que consideró «excepcional para el estudio de la arqueología y la etnología», su primer gran impacto fueron tres grandes estatuas que halló recostadas entre la yerba en el sitio conocido como Uyumbe. Más adelante, en la plaza del poblado, encontró una fila de otros catorces ‘colosos’ trasladados por los pobladores y le causó curiosidad ver que dos esculturas soportaban columnas de madera de la iglesia. Luego, convencido del arduo trabajo para desarrollar en tan poco tiempo puesto que debía aprovechar la temporada seca diciembre-abril, alquiló una casa grande para utilizar como cuartel general. Ya en el campo, que él consideraba selva virgen debido a la tupida vegetación, el terreno agreste y los árboles monumentales, corroboró que las 34 estatuas dibujadas por Codazzi seis décadas atrás estuvieran allí y las volvió a dibujar.
Además de la meseta de San Agustín, su visita se extendió a zonas no exploradas como el Alto de los Ídolos, el cerro de La Pelota, el Estrecho del Magdalena, los altos de Las Huacas y Las Piedras, la Ciénaga Chica, Las Moyas, Matanzas, Isnos en donde tomó fotos en blanco y negro de las figuras encontradas por Codazzi y las descubiertas por él. Al mismo tiempo, elaboró moldes utilizando un papel especial, aceite de trementina y barniz copal. Estos dos últimos insumos los sustituyó por almidón de yuca, aquel pegamento que las abuelas del Huila llamaban engrudo. Meses después vació yeso en los moldes para confeccionar réplicas y las llevó a Alemania. Muchas estatuas las encontró a simple vista, otras las halló semienterradas o tapadas por la maleza y una gran cantidad tuvo que desenterrarla. A esas dificultades se sumaron el mal tiempo, las condiciones del terreno, la extensión del área ―seis veces más amplia que la explorada por Codazzi― y las rudimentarias herramientas utilizadas. Además, logró que indígenas y campesinos, a cambio de dinero o algún regalo, le informaran sobre otros entierros y lo acompañaran a buscar estatuas y sarcófagos en lugares apartados donde acampó en condiciones desfavorables, muchas veces atemperadas por serenatas con tiple, guitarra y bandola y en otras, ingiriendo «comida pobre y sencilla» que en una ocasión le ocasionó una diarrea de la cual se curó al tomar una pócima india de limón con una yerba llamada escoba de marrano.
A finales de abril de 1914 el corregidor Gustavo Muñoz y otros habitantes de San Agustín salieron a despedir al investigador que decidió no ir a Neiva con ‘sus’ colecciones ―como las llamaba familiarmente― porque prefirió adentrarse en las sureñas selvas del Caquetá para convivir, entre abril y julio, con indígenas huitotos, coreguajes y tama. Al dejar la zona, como si lo hubiera ofendido, Muñoz le dijo adiós al visitante con una palabra: «¡Perdone!». Según narra el exalcalde de San Agustín, Gabriel Calderón Molina, en su folleto El Centenario del descubrimiento científico de la cultura agustiniana, en aquel abril, el cargamento de estatuas, cerámicas, piedras y moldes de K. Th., fue movilizado por una caravana de 40 bueyes, caballos y mulas que recorrieron todo el Huila, de sur a norte, durante dos meses. Al llegar a Neiva, la cargazón fue embarcada en champanes hasta Girardot y transbordada en tren hasta La Esperanza, un caserío de La Mesa, Cundinamarca, en el centro de Colombia. Escritos posteriores indican que las estatuas y los demás bienes, permanecieron ocultos en ese lugar durante ocho años ―hasta 1922― cuando fueron enviados desde Puerto Colombia, en el Caribe, a Alemania.
Al concluir sus vivencias en Caquetá, reflejadas en los dos volúmenes de Religión y mitología de los huitotos (1921), y enterado del estallido de la Gran Guerra, Preuss, que no era arqueólogo, se enrumbó el 28 de julio de 1914 a Briceño e Iscandoy, Nariño, en el Macizo Colombiano, donde hizo otras excavaciones que le permitieron tomar, entre agosto y septiembre, otras catorce estatuas pequeñas. De ellas tampoco hay registros oficiales sobre su adquisición y salida del país aunque sí está confirmado que reposan en el Museo Etnológico de Berlín, según admitió el profesor Parzinger en su carta a Dellenback. Al terminar sus exploraciones en el sur y ante la imposibilidad de regresar a Alemania por el escalamiento de la guerra, Preuss cambió su plan y viajó en noviembre de 1914 a Santa Marta para conocer a los kogui. La organización social, la mitología y la gramática de esta etnia de la Sierra Nevada de Santa Marta, fueron abordadas con sencillez en su elogiado libro Viaje de exploración a los kágaba (1926). En esa zona K. TH también dejó otro rastro negro al llevarse dos máscaras de madera utilizadas por los nativos para sus rituales y que, «al igual que hoy en día, no estaban en venta». La investigadora alemana Manuela Fischer lo dice sin reservas en el portal Miradas alemanas: «Preuss aprovechó una disputa por cuestiones de herencia entre dos sacerdotes indígenas para poder adquirirlas». Como las esculturas del sur colombiano, las máscaras reposan en el mencionado museo berlinés.
En 1915, terminada su investigación en el norte, este hombre que además era historiador y geógrafo, trató de embarcarse en un vapor de una compañía bananera que salía de Santa Marta, pero la extensión del conflicto a los mares le impidió otra vez su regreso a Berlín. Ante la frustración de organizar en un gran museo las obras recogidas durante años en diferentes lugares, el profesor no tuvo otra alternativa que refugiarse en La Esperanza donde se dedicó a escribir cartas, redactar artículos para revistas y preparar los tres libros sobre temas colombianos. Solo en 1919, un año después de terminada la guerra con la humillante derrota germana, Preuss pudo volver a su tierra.
La primera edición de Arte monumental prehistórico: excavaciones hechas en el Alto Magdalena y San Agustín (Colombia). Comparación arqueológica con las manifestaciones artísticas de las demás civilizaciones americanas (1929), fue publicada en alemán y estuvo a cargo de Vandenhoek & Ruprecht, una antiquísima editorial ubicada en Göttingen. La versión inicial en castellano, impresa en Bogotá por las Escuelas Salesianas de Tipografía y Fotograbado (1931), fue traducida por el médico antioqueño César Uribe Piedrahíta y el antropólogo austríaco Herman Walde-Waldegg.
Son dos tomos escritos en un lenguaje llano, aunque su autor aclaró que el libro «fue redactado única y exclusivamente según puntos de vista científicos con el fin de fomentar los conocimientos de la arqueología americana». Los cuatro capítulos del primer volumen ―221 páginas― refieren el descubrimiento de las estatuas, los lugares de las excavaciones, las implicaciones etnográficas de los hallazgos y la relación de las figuras con otras culturas. El segundo tomo ―135 páginas― muestra las impactantes fotografías de casi un centenar de esculturas que en palabras de Preuss «son el producto de una fuerza espiritual cuyo poder sorprende [y] domina a quien las mira». En esta parte, también aparecen los moldes y las figuras de otras culturas que podrían tener afinidades con San Agustín.
Curiosamente, Preuss no hace referencia a la presencia del sabio Francisco José de Caldas en la zona hacia 1797 ni se refiere al abanderado José María Espinosa que en 1817 reportó la existencia de «grandes piedras y grabados raros». Sin embargo, le reconoce gran mérito a Codazzi, de quien dice fue «el primer descubridor de este adoratorio». Aunque citó a otros europeos que estuvieron en la región entre 1869 y 1911, desestimó sus trabajos por superficiales y sin ninguna modestia afirmó que antes de sus excavaciones nadie hizo una auténtica exploración científica de ese «mundo nuevo, desconocido e impregnado de exquisita poesía».
Su circulación estuvo limitada a 200 ejemplares numerados y autografiados por Walde-Waldegg. El primero se le envió al papa Pío XI, el segundo al rey de Hungría, Otto I y el tercero al presidente Enrique Olaya Herrera. Entre otras personalidades, se remitieron libros al príncipe alemán Karl Schöenburg-Harttenstein, el conde germano Alfonso de Kinsky, el barón sueco Erlan Nordenskioeld y los empresarios alemanes Leopoldo Kopp, fundador de Bavaria y Heinz Schwanhauser, representante de Bayer. Asimismo, lo recibieron políticos como Jorge Eliécer Gaitán, Mariano Ospina Pérez, Luis Cano, Silvio Villegas, Carlos Arango Vélez, Luis Ignacio Andrade, Max Duque Gómez y Tulio Rubiano y reconocidos académicos como el director de la Biblioteca Nacional, Daniel Samper Ortega, el director del Museo Nacional, Gerardo Arrubla y el historiador Jesús María Henao. Además, el tiraje alcanzó para embajadas, mandos militares, jerarcas de la Iglesia católica e instituciones como la Academia de Historia, el Colegio Mayor del Rosario, la Escuela Normal de Tunja, el Seminario Mayor de Bogotá, el Colegio Alemán, el Instituto Bíblico Pontificio de Roma y el Smithsonian Institution, en Washington.
En 1974 la Dirección de Divulgación Cultural de la Universidad Nacional de Colombia publicó la tercera y última edición conocida en la que se incluyeron notas del crítico de arte Eugenio Barney Cabrera y el antropólogo Pablo Gamboa.
No hay duda de que las 21 estatuas de San Agustín y las catorce del Macizo Colombiano fueron sacadas irregularmente del país por Preuss quien siempre asumió, según se deduce de sus escritos, que las esculturas eran suyas ya fuera porque las halló, no tenían dueño o las compró (p. 78, t. 1). Así lo señaló en su libro: ‘mis colecciones’, ‘mis queridos gigantes’, ‘mis modestos yesos y originales’, ‘mi primer cargamento’, etc. El propio etnólogo, en lo que puede considerarse una confesión, escribió (p. 23, t. 1): «Terminada la guerra mundial, logré al fin, después de una permanencia de casi seis años en Colombia, volver a Alemania a fines de 1919; pero la posibilidad de transportar mis colecciones excavadas en los años 1913/14, era aún muy remota».
Es claro que siempre tuvo la idea de llevar ‘sus’ estatuas y que el único impedimento para llevarlas a Europa fue el conflicto bélico. Esta apreciación se colige de la carta dirigida a Dellenback por Parzinger: «…Preuss exportó las 21 estatuas de San Agustín y las 14 estatuas del Departamento de Nariño». Este eminente profesor agrega que «los objetos exportados por Preuss fueron inventariados en Berlín y presentados en la exhibición permanente del actual Museo Etnológico». Parodiando el legendario paseo de Rafael Escalona, La custodia de Badillo, es claro que «Se las llevaron, se las llevaron, se las llevaron, ya se perdieron» y que cuando se dice que Preuss las ‘exportó’, se está recurriendo a un eufemismo para no decir que fueron sacadas de manera nada ortodoxa por quien se jactaba de ser el primero en estudiar científicamente una cultura de inmensa importancia para la historia de América.
El malestar por las estatuas que están en Berlín no obedece a la polémica surgida en los últimos meses por la celebración de los cien años del inicio de las investigaciones arqueológicas. Al contrario, desde los días del hallazgo, muchos personajes han señalado que a la par del formidable trabajo académico, hubo un descarado despojo digno de un ‘guaquero ilustrado’ ―como lo señaló una lectora de este blog― o al menos, una conducta grotesca que perjudicó el patrimonio nacional y que ningún gobierno ha enfrentado con determinación. Además de la carta en la que el corregidor Burbano denunció las maniobras del investigador, negó la existencia de permisos y dudó de la propiedad de las estatuas por parte de los dueños de los predios donde hubo excavaciones, un oficio del ministro de Instrucción Pública, Emilio Ferrero, ratificó en 1915 la preocupación. El funcionario afirmó: «…en este Despacho se adelantan todas las diligencias correspondientes para evitar las irregularidades denunciadas en relación con la venta de las estatuas…» Poco después, el Congreso aprobó las primeras normas, muy tímidas, sobre patrimonio, bellas artes y archivos (Leyes 48/1918, 119/1919 y 47/1920).
Sin embargo, la denuncia más contundente sobre lo que muchos consideran un saqueo, la hicieron los traductores de Arte monumental prehistórico 18 años después de la llegada de Preuss. Esto escribieron Uribe Piedrahíta y Walde-Waldegg en una nota a pie de página: «Es inexplicable que el Gobierno hubiera permitido la salida de estos objetos de arte. En cualquier otra parte del mundo, no sólo se habría impedido la exportación de los originales, sino que además se habría exigido algo para nuestro museo en cambio de la copia en moldes». (P. 23, t. 1).
En su libro La escultura en la sociedad agustiniana (1982), Pablo Gamboa es menos drástico pero confirma que el etnólogo, «con el material que había traído, consistente en 23 pequeñas esculturas que pudo transportar fácilmente…» organizó en el Museo de Artes y Oficios de Berlín, en 1923, la primera exposición que mostró al mundo la estatuaria.
David Dellenback, quien viajó a Berlín para contrastar las imágenes existentes en el Museo Etnológico con las existentes en el libro y, de paso, verificar la existencia de las esculturas de Nariño, es categórico en acusar a Preuss: «El hecho de que fuera antropólogo o arqueólogo no le daba ningún derecho para sacar ilegalmente las estatuas. Todo lo que hizo, según consta en su propio libro y en testimonios, me permite concluir que él cometió un robo al cual no se le puede llamar de otra manera».
Para el expresidente de la Academia de Historia del Huila, Reynel Salas Vargas, Preuss «no solo ignoró al Gobierno sino que abusó de su condición de científico, impuso sus condiciones como si fuera un colonizador y se valió de la proverbial genuflexión de los huilenses ante los extranjeros para apoderarse de bienes valiosos que él bien sabía no eran de particulares». Raúl Rivera Cortés, diputado a la Asamblea y exsecretario de Cultura del Huila, sostiene que la visita de Preuss «generó toda una cadena de saqueos y por su presencia llegaron otros saqueadores que al llevarse una estatua o un vestigio, desmembraron páginas completas de la historia que nunca podrán ser reparadas porque fueron labradas a lo largo de miles de años». La periodista Rosario Fernández Aljure ―una de las principales impulsoras de la declaratoria de San Agustín e Isnos como Patrimonio de la Humanidad― sostiene, sin ahondar en la violación o no de la ley por parte del germano, que «su comportamiento fue indelicado, poco transparente y contrario a la ética que debían practicar científicos de su talla».
Determinar si K. Th. Preuss robó las estatuas, si fue abusivo o actuó movido por un interés noble, es un ejercicio que involucra aspectos legales, culturales y sociológicos. No debe desconocerse que el país de hace un siglo es completamente distinto al de hoy y que en ese entonces el tráfico de antigüedades era una práctica común en países como Alemania, Inglaterra y Francia. Por tanto, los testimonios de hace muchos años y las opiniones de personajes actuales que dejan muy mal parado al etnólogo, deben contrastarse con la mirada de expertos ya fallecidos o actualmente vigentes y del mismo Gobierno.
Luis Duque Gómez, prestigioso arqueólogo colombiano que por años vivió en la zona arqueológica, no condenaba ni absolvía al científico. En un artículo de Historia general del Huila (tomo 1), sostuvo: «A Preuss y otros viajeros extranjeros les fue fácil sacar estatuas y otros objetos arqueológicos de San Agustín, pues en la época en que visitaron la zona todavía no existía una legislación que amparara la defensa del patrimonio histórico y artístico del país».
El exalcalde Calderón Molina también considera que no hubo abusos del alemán por dos razones: «Primero, llevar piezas arqueológicas de San Agustín o de cualquiera otro lugar, no era en ese tiempo una novedad ni se le consideraba un atropello al patrimonio cultural. Segundo, no existía una conciencia pública sobre el valor de las mismas ni existían leyes que expresamente lo impidieran». En idéntico sentido se pronunció el arqueólogo Héctor Llanos Vargas, autor del libro Los jaguares chamanes de San Agustín: «Hay que ver a Preuss en su contexto histórico, él no era un saqueador». (El Tiempo, 23.01.2013).
Carlos Alirio Esquivel, presidente de la Asamblea del Huila, también justificó la actuación del etnólogo: «Así como él sacó estatuas ―con anuencia o no del gobierno― otros también lo hicieron, pero eso se debió a que no había las prohibiciones legales que solo surgieron muchos años después». Por su parte, Fabián Sanabria, director del Instituto Colombiano de Antropología e Historia ―Icanh― estimó que aunque Preuss hizo moldes en yeso «y se llevó unas estatuas porque no había protección de ese patrimonio», su presencia en San Agustín «no es la historia de un señor que vino a saquear».
Luis Armando Soto Boutín, director de Asuntos Culturales de la Cancillería y Olga Lucía Rivera Díaz, jefe de la Oficina Jurídica del Icanh, coinciden con otros especialistas en señalar que el explorador no infringió la ley. En respuesta a un derecho de petición enviado por el autor de este reportaje, los ministerios de Relaciones Exteriores y Cultura (representado por el Icanh), indicaron: «…para la fecha de las excavaciones realizadas por Preuss y la sustracción de las piezas del país, dichas actividades no se configuraban como delitos en el ordenamiento penal colombiano».
Ante la inexistencia de la norma expresa que sancionara la apropiación irregular de bienes arqueológicos, teniendo en cuenta que los predios en los que se hicieron las excavaciones eran de particulares, es válido preguntar si se violó o no el Código Penal de entonces (Ley 19 de 1890). En particular, el artículo 771: «Comete robo el que quita o toma lo ajeno con violencia o con fuerza y ánimo de apropiarse». O el 792: «Comete hurto el que quita o toma lo ajeno fraudulentamente, con ánimo de apropiárselo, sin fuerza ni violencia…» O el 800: «El que retenga la cosa ajena que se ha encontrado, sabiendo quién es el dueño, o que no sabiéndolo no dé cuenta a la autoridad…» O el 904: «El que sin fuerza ni violencia, pero sin el consentimiento del dueño de una cosa, se apoderare de ella, a sabiendas y maliciosamente, no para apropiársela, sino para servirse de ella…» O el 906: «Si el que ha usado de la cosa, la enajenare o rehusare devolverla al dueño…»
El penalista Raúl Eduardo Sánchez estima que si se intenta un ejercicio jurídico sobre la conducta de Preuss con base en las normas penales de hace un siglo, habría que tener en cuenta el ingrediente subjetivo de tipo penal, es decir, si él tuvo ‘ánimo de apropiarse de una cosa’. Para este catedrático de la Universidad del Rosario, «es difícil establecer si hubo ese deseo porque, al parecer, él quería exhibir su obra y sentir orgullo de su descubrimiento y no apropiarse de una cosa. Por tanto, debido a la imposibilidad de establecer un dolo penal por faltar el ánimo y el uso de la violencia y ante la falta de una legislación aplicable en la materia, se podría invocar el principio in dubio pro reo (la duda favorece al procesado) y por falta de pruebas, en sentido hipotético, Preuss podría ser absuelto».
Además de su conducta frente a la ley penal, también es cuestionable su comportamiento ético. Un ensayo de la antropóloga Paulina Alcocer publicado en la revista Artes de México (núm. 85), demuestra que el etnólogo, respetado por su elogiado trabajo en tierras nayaritas, allá actuó de manera muy diferente a la época en que vivió en San Agustín, se internó en selvas del Caquetá y estudió a los koguis. El documento, titulado Konrad Theodor Preuss, revela que su expedición a la Sierra Madre Occidental para estudiar a los indígenas cora y huichol, inicialmente pretendía conseguir objetos para el Museo Etnológico de Berlín que no poseía «ningún material arqueológico ni etnológico proveniente de ahí». Más adelante, la historiadora mexicana revela que «Los objetos arqueológicos iban a transportarse ilegalmente a Berlín y a enriquecer las colecciones ya mundialmente famosas del Museo Real de Etnología de Prusia», pero que Preuss no obedeció la orden de su jefe en Berlín de llevar material arqueológico y «Decidió respetar la legislación mexicana que, ya entonces, prohibía la exportación de antigüedades…»
Resulta evidente que el doctor y profesor K. Th. Preuss ―director del Museo Etnológico de Berlín, miembro de la Real Academia de Ciencias de Ámsterdam e integrante de la Academia de Historia de Quito― fue rigurosamente pulcro entre 1905 y 1907 cuando respetó a rajatabla las leyes mexicanas que impedían el comercio de bienes arqueológicos, pero no actuó con el mismo rigor legal ni con idéntica rectitud en Colombia, seis años después, tal vez porque sabía, como bien lo señalan la Cancillería y el Icanh, que esas actividades no eran delictivas.
Aunque la comparación de testimonios y documentos con la normatividad penal de entonces ―cuya violación contemplaba multas, arresto, prisión o presidio― genera serios interrogantes legales sobre su buen proceder o su mala fe, no hay duda de que la ‘exportación’ irregular de ‘su’ cargamento deja el desagradable sabor de una actitud abusiva, indelicada e irrespetuosa y que, como decía Escalona en su canto, se podría tratar de otro ‘ratero honrado’. Cuento aparte lo constituye la total pasividad ―por no decir silencio cómplice― de las autoridades colombianas que necesariamente debieron enterarse de la pública y notoria presencia de un alemán que vivió seis años en el país y lo atravesó norte a sur y de sur a norte sin que nadie se tomara el trabajo de preguntarle qué estaba haciendo. Esa omisión absurda, que también cumple un siglo, solo se subsanaría si las estatuas vuelven a su tierra y, claro, si Alemania colabora.
Es incuestionable la trascendencia de los estudios etnológicos, sociológicos, antropológicos y arqueológicos realizados por este hombre de ciencia para desentrañar y comprender la vida de importantes culturas precolombinas. Tampoco se puede desdeñar su obsesión intelectual por exhibir en un museo especializado, ante la aristocracia alemana y connotados americanistas, aquellas «… figuras gigantescas en piedra, testigos únicos y mudos de una civilización remotísima y enigmática». Gracias a él, muchos hombres de ciencia y gentes del común, se interesaron por una tierra que borrosamente aparecía en los catálogos culturales de entonces. Transcurrida una centuria, el nombre de este personaje nacido en 1869 y muerto en 1938, es un referente ineludible en el mundo de la etnología y la arqueología.
Los testimonios lo demuestran. Hermann Walde–Waldegg dijo en el proemio de Arte monumental prehistórico que ese libro fue pionero en el país porque trató de manera ‘profunda y científica’ una de las más interesantes culturas americanas. Para el arqueólogo Gregorio Hernández de Alba, ‘la arqueología Colombia se enriqueció con su presencia’. El español José Pérez de Barradas, también arqueólogo, se declaró su admirador y lo calificó de ‘verdadero sabio’. Luis Duque Gómez ponderó su expedición de 1913 y consideró que fue ‘el primer reconocimiento sistemático’ de San Agustín. Pablo Gamboa destacó su análisis sobre la variedad de formas artísticas de las esculturas y Hermann Parzinger estimó que uno de sus principales aportes consistió en interpretar las estatuas desde el punto de vista histórico-religioso.
Para Duque Gómez y Llanos Vargas, la exploración de Preuss marcó el inicio de las modernas investigaciones arqueológicas en Colombia’ y obligó al Estado a expedir las primeras normas para proteger el patrimonio arqueológico. Es innegable que las disposiciones surgieron por la gran resonancia en Europa de los hallazgos de Konrad Theodore ―catalogados del mismo nivel de los tesoros del faraón Tutankamón― pero sobre todo, por las denuncias de la ‘exportación’ indebida y la receptividad que hubo en algunos sectores políticos.
Además de las Leyes 48 de 1918, 119 de 1919 y 47 de 1920, que establecieron los parámetros iniciales para impedir la expoliación de objetos artísticos, debe destacarse la Ley 103 de 1931, que declaró de utilidad pública los monumentos y objetos arqueológicos de San Agustín, Pitalito y el Alto Magdalena. Décadas después, se aprobaron las Leyes 14 de 1936 y 163 de 1959 y se crearon el Instituto Etnológico Nacional y el Servicio Arqueológico Nacional. En 1995 San Agustín, Isnos y Tierradentro fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y más adelante, con la creación del Ministerio de Cultura y el nuevo rol del Icanh, se consolidó un moderno régimen jurídico que protege los bienes que los abuelos llamaban guacas, entierros, precolombinos, tesoros, monumentos o antigüedades
El 12 de diciembre de 2012 David Dellenback y numerosos habitantes de San Agustín enviaron un derecho de petición a la ministra de Cultura, Mariana Garcés y al director del Icanh, Fabián Sanabria, para solicitarles que tramitaran por vía diplomática ante el gobierno de Alemania la «repatriación de 35 piezas arqueológicas líticas que ilegalmente se encuentran en el Museo Etnológico de Berlín». Los agustinianos consideran que el patrimonio colombiano «fue lesionado por el traslado ilegal» de esas esculturas de San Agustín, Briceño e Iscandoy por parte de Preuss y piden que una vez sean recuperadas las ubiquen en el Parque Arqueológico o en algún lugar del Macizo Colombiano. Mes y medio después, el Icanh les respondió lacónicamente que por sus implicaciones legales, patrimoniales e internacionales, todo procedimiento relacionado con las estatuas debía contar con la participación de diversas entidades.
Dellenback ―quien viajó a Berlín en 1992 para conocer, registrar y dibujar las figuras ‘exportadas’ y plasmarlas después en su libro Las estatuas del pueblo escultor― constató que durante más de 80 años esos bienes han estado arrumados en una bodega sin que ninguna autoridad colombiana haya hecho nada para recuperarlas. «Sin tener en cuenta el mercado negro, en Alemania está la principal caleta de estatuas de San Agustín y del Macizo que hay en el mundo. De las 35, solo tres están exhibidas, las demás no han sido mostradas», manifestó este hombre de Oregón que no puede creer cómo 28 gobiernos han sido incapaces de hacer respetar «un patrimonio imprescriptible, inextinguible, inembargable e inalienable». Esa negligencia se nota en la carta de Parzinger a Dellenback en la cual refiere que las estatuas, con el auspicio de los embajadores, se han expuesto en Colonia (1962) y Bonn (1986). Para infortunio del país, el remitente revela que en esas ni en otras ocasiones «Los representantes del gobierno de Colombia no pidieron su repatriación».
En la respuesta al derecho de petición enviado por el autor de este informe, la Cancillería y en Icanh informan que funcionarios de la embajada colombiana visitaron el Museo Etnológico de Berlín en marzo de 2013 y constataron que hay tres estatuas en exhibición y que «otras (sin indicar número), se encuentran en la colección de estudios del museo». Sorprende que los diplomáticos no se hayan tomado el trabajo elemental de verificar el número exacto de esculturas, tal lo hizo el particular David Dellenback, y que para suplir esa deficiencia simplemente inviten a visitar la página web del museo.
En relación con las diligencias adelantadas para recuperar la estatuaria con fundamento en leyes nacionales y tratados internacionales como la Convención de la Unesco de 1970, la Cancillería y el Icanh le advirtieron al periodista sobre posibles obstáculos legales, entre ellos, el principio ratione temporis (razón de temporalidad). Según este concepto, «el mecanismo de la restitución previsto en la precitada norma no resultaría aplicable» debido a que las piezas «habrían sido sustraídas entre 1906 y 1914 (sic)» y porque la Convención entró en vigencia para Colombia y Alemania en una fecha posterior a la ocurrencia de los hechos. Al indagar sobre la posibilidad de un gesto de buena voluntad por parte de Alemania sin que sea necesaria una indemnización a esa nación según contempla la Convención, las entidades esgrimieron una trillada frase de cajón: «El gobierno de Colombia sigue trabajando en el fortalecimiento de los lazos de amistad y cooperación con Alemania, lo cual ha permitido que las relaciones entre ambos países atraviesen un gran momento…»
Las quejas de los agustinianos y la inconformidad regional están produciendo los primeros resultados. En declaraciones publicadas por El Tiempo el 15 de septiembre, el director del Icanh, Fabián Sanabria, confirmó que viajará en noviembre a Berlín para estudiar las 21 estatuas y ratificó que su eventual repatriación «es un proceso complejo y diplomático porque, para la entidad, no se trató de un tráfico ilegal de piezas».
Mientras comienza ese trámite, el Ministerio de Cultura celebra el Año de San Agustín, una conmemoración que omitió la obligación constitucional de readquirir bienes arqueológicos agustinianos que están en poder de particulares en Alemania, Estados Unidos, Inglaterra y Chile (art. 72 C. N.). En la programación, que ha debido ser menos inmediatista y más futurista, no se planteó un estudio sobre la posible creación de una facultad de Arqueología en la región ―como lo sugirió el exministro Germán Arciniegas en 1998― ni se propuso el análisis crítico y escrito de la herencia de Preuss ni se programó el montaje de una moderna página web del Parque Arqueológico tal como la tienen otros patrimonios arqueológicos. En cambio, se realizará en Bogotá la interesante exposición El retorno de los ídolos, vendrán gurúes de la Arqueología y la Etnología, el Museo Luis Duque Gómez tendrá nueva cara, se emitirá un documental y la Sinfónica de Colombia brindará en el Lavapatas un concierto en el que no habrá música del Huila pero sí del alemán Beethoven en homenaje al germano Preuss.
Para bien y para mal, la arqueología colombiana siempre tendrá la impronta de Preuss. Quienes lo exaltan y dicen que no ha habido justicia con él, podrían recordarlo retomando la ingenua despedida de Gustavo Muñoz en 1914: «¡Perdone!». Aquellos indignados por sus ‘exportaciones’, los cien años de desidia estatal y el cúmulo de homenajes, tal vez lo evocarían al estilo bogotano: «¡Le salimos a deber!»