Cenotes: Secretos del mundo espiritual maya

cenote-luz.pngLos cenotes ofrecen a los arqueólogos una ventana a la que asomarse a los paisajes sagrados de los mayas ancestrales.

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Cerca de las ruinas de la ciudad maya de Chichén Itzá, en la linde de un modesto maizal, una voz eufórica reverbera desde el fondo de un pozo. «¡Lo vi! ¡Lo vi! –grita–. ¡Sí, es verdad!» Asomado a la boca del foso, el arqueólogo subacuático Guillermo de Anda necesita asegurarse de que lo que acaba de oír es lo que lleva tantos meses esperando. «¿Qué es verdad, Arturo?» Su colega, el arqueólogo Arturo Montero, flotando en el fondo, grita de nuevo: «¡La luz cenital! ¡Funciona de verdad! ¡Baja!».

Lo que De Anda esperaba con impaciencia es que su amigo Montero verificase si el agua de aquel pozo natural, un cenote, había servido a los antiguos mayas de reloj de sol y cronómetro sagrado en los dos días concretos del año, el 23 de mayo y el 19 de julio, en que el sol alcanza su cenit, lo que significa que se sitúa sobre la vertical del lugar. En ese momento los rayos solares caen perpendiculares al suelo y no se proyecta sombra alguna. El cenote está al noroeste de la escalera principal de El Castillo (o templo de Kukulkán), la famosa pirámide central de Chichén Itzá, y dentro del recinto urbano de esa misteriosa ciudad.

¿Acaso hace siglos los sacerdotes mayas se reunían en aquel mismo pozo para observar y corregir sus mediciones del ángulo del sol cuando este llegaba al cenit, un fenómeno que solo ocurre en los trópicos? ¿Acudían al cenote en épocas de sequía para hacer ofrendas y en épocas de bonanza para agradecer una cosecha abundante? ¿Creían que en este pozo se daban cita el sol y las generosas aguas para crear vida? En torno a estas y otras pre­guntas sobre la relación del antiguo pueblo maya con sus dioses, su ciudad sagrada y su calendario –de una precisión extraordinaria– giraba la investigación de los dos arqueólogos.

De Anda, uno de los grandes nombres de la arqueología subacuática, había trabajado en el cenote Holtún muy pocas veces y sin apenas financiación. Montero, de la Universidad de Tepeyac, pagaba de su bolsillo su participación en la investigación. El 23 de mayo había estado en la ciudad vecina de Mérida dirigiendo un seminario sobre arqueoastronomía en la Universidad de Yucatán, donde daba clases De Anda. Esa mañana, un día después del cenit, por fin viajaban al cenote Holtún. La expedición había empezado con mal pie: complicaciones diversas los habían retrasado y habían llegado al pozo con el tiempo justo, cuando el sol estaba a punto de alcanzar el cuasi cenit. Con pocos minutos de margen, Montero y el estudiante universitario Dante García Sedano se habían dado toda la prisa del mundo para enfundarse el traje de buzo, engancharse los arneses y descender al pozo con ayuda de unos campesinos mayas de la vecindad.

Y de repente ahí estaba Montero dando voces y gritos de alegría mientras los agricultores bajaban al pozo un bote neumático, y después, a mí. De Anda, empapado de sudor, tuvo que pelearse con el traje de buzo, pero al final también él descendió los 20 metros hasta el fondo del cenote. Los cuatro éramos probablemente las primeras personas desde hacía siglos en observar el recorrido del dios sol sobre aquellas aguas.

Después de traspasar la angosta boca del cenote, las paredes se abrían hasta formar una cúpula inmensa, similar al interior de una catedral donde las raíces de los árboles se abrían paso entre las rocas buscando el agua. Tras atravesar el orificio (de forma rectangular, probablemen­te una representación de las cuatro esquinas del universo de los mayas), el rayo de luz solar danzaba como una llamarada de fuego sobre las delicadas e intrincadas estalactitas circundantes. También la superficie del agua pareció inflamarse al contacto con la luz, y más abajo, las aguas normalmente oscuras adquirieron una espectacular transparencia de color turquesa. Los rayos solares penetraban tan cerca de la perpendicular que Montero comprendió que la víspera, en el momento del cenit absoluto, un pilar luminoso totalmente vertical habría caído a plomo en el agua. Sintió un profundo sobrecogimiento.

En las dos últimas décadas los arqueólogos han empezado a estudiar a fondo el papel que las cuevas, el sol cenital y los cenotes desempeñaron en las creencias y la cosmovisión de los antiguos mayas de Yucatán. Sabían que para los mayas estas grutas eran puertas de acceso a un mundo sobrenatural habitado por Chac, el dios de la lluvia vivificadora, pero hasta hace poco no se ha empezado a entender de qué mo­­do condicionaron su arquitectura y urbanismo.

En 2010 De Anda, que para entonces ya había buceado en decenas de cenotes, empezó a explorar Holtún invitado por Rafael Cobos, un reputado arqueólogo que se ha dedicado a investigar y cartografiar los cientos de antiguas estructuras, promontorios y pozos de la región de Chichén Itzá. De Anda también contaba con la colabora­ción del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Mientras inspeccionaba las paredes del pozo a pocos metros por debajo de la superficie del agua, su cabeza topó con un saliente. Con asombro comprobó que se trataba de una repisa natural de roca en la que había una ofrenda consistente en un cráneo humano, piezas de cerámica, el cráneo de un perro, huesos de ciervo y un cuchillo de doble filo que probablemente se usaba para sacrificios, todo colocado allí con esmero siglos atrás. Su linterna frontal reveló en las profundidades del cenote la presencia de columnas rotas, una talla de un jaguar antropomorfo y una figura similar a uno de los hombrecillos de piedra del Templo de los Guerreros de Chichén Itzá, esculpidos de tal modo que parecen sostener el cielo. Aquel pozo abierto en medio de un maizal era a todas luces un lugar sagrado.

Hoy, tres años más tarde, De Anda y Montero han descubierto no solo la relación entre el sol cenital y Holtún, sino también la influencia que al parecer tuvieron ese sol cenital y el cenote a la hora de emplazar y orientar la pirámide de El Castillo de Chichén Itzá. Ya se sabía que en el equinoccio de primavera una serpiente de luz solar desciende reptando por un lateral de la escalera central de la pirámide, un espectáculo al que todos los años asisten miles de turistas. Algunos de ellos se dan un paseo hasta el famoso Cenote Sagrado, cuya boca fue alimentada con quién sabe cuántos seres humanos y otras ofrendas durante siglos, cuando Chichén Itzá era una importante y floreciente ciudad-estado. A primera hora del 23 de mayo, el día del sol cenital, Montero había acudido a la pirámide central y descubrió que el sol, K’inich Ajaw, sale en perfecta coincidencia con la esquina nordeste de la pirámide. Horas después se pone en línea con la escalera occidental de la pirámide y el aparentemente anodino pozo de Holtún.

Para calibrar su calendario, los mayas tenían que identificar en qué días del año los rayos del sol brillaban formando una perpendicular perfecta con respecto al plano terrestre. Montero y De Anda tenían la hipótesis de que los astrónomos mayas aguardaban en el interior del pozo de Holtún los dos momentos cenitales del año, en los cuales una columna vertical de luz solar penetra en el agua sin reflejarse en la cúpula.

Para los mayas la astronomía era una actividad sagrada, como la arquitectura y el urbanismo. Ahora De Anda y Montero creen que Holtún tal vez no fuese el único cenote que determinó la ubicación de las edificaciones. El Cenote Sagrado está al norte de El Castillo. Al sur y al sudeste hay otros dos. El de Holtún, justo al noroeste de la pirámide, tal vez completase una disposición en rombo gracias a la cual el pueblo de Itzá supo dónde levantar su ciudad sagrada y qué ángulo dar a su pirámide principal. Si posteriores estudios lo confirman, quedarán claras las coordenadas clave del trazado de Chichén Itzá.

Al menos así lo espera De Anda. Pero aquel día Montero y él dieron un paso de gigante. El sol retiró sus dardos luminosos y continuó su camino sobre la faz de la Tierra, mientras los dos arqueólogos, de nuevo en la oscuridad, comentaban con entusiasmo lo que acababan de ver y su significado. «¡Un abrazo, hermano!», exclamó Montero, y ambos nadaron el uno hacia el otro para fundirse en un abrazo.

Arriba, en la superficie, los campesinos mayas sudaron la gota gorda para izar a los exploradores. A nuestro alrededor los maizales parecían pedir agua a gritos, pero el jefe de la cuadrilla, Luis Un Ken, es un optimis­ta nato. «El otro día llovió a gusto –dijo, limpián­dose el sudor de la cara–. Chac se movió.»

Para hombres como Un Ken los dioses ancestrales siguen presentes, y Chac, señor de los cenotes y las cuevas, es uno de los más importantes. En beneficio de los seres vivos, vierte desde los cielos el agua que guarda en jarras de barro en las cuevas. Es único y múltiple: cada trueno es un Chac independiente que rompe una jarra para derramar la lluvia. Cada divinidad habita un estrato diferente de la realidad, acompañada de las decenas de dioses, a veces complacientes, a veces fieros, que moran en los 13 mundos so­­brenaturales superiores y los 9 inferiores. Juntos aportaban a la vida de los mayas los sueños, visiones y pesadillas, un complejo calendario de fechas agrícolas y rituales de fertilidad, y una sólida con­ciencia de cómo deben hacerse las cosas. Chac se había movido, afirmó Un Ken, lo que significaba que la época de siembra pronto llegaría.

La ausencia de Chac puede causar a los mayas yucatecos desastres terribles, tragedias que solo se entienden cuando uno pisa la árida superficie lunar del que fuera su imperio, una enorme plataforma caliza que ha sufrido un proceso kárstico. La lluvia atraviesa el karst y se suma a los acuíferos, por lo que en la superficie no discurre ni un solo río o arroyo. (Técnicamente los cenotes son dolinas que alcanzan el nivel freático.) Desde el aire se ve una selva tupida, pero a nivel del suelo el bosque tropical es ralo: árboles altos y finos de raíces tenaces adaptadas a las bolsas de suelo que salpican el karst. Dondequiera que haya una bolsa de tierra lo bastante grande, los mayas labran un maizal o una milpa, inteligente policultivo de maíz, frijol y calabaza que constituye su fuente básica de proteínas. Pero el maíz consume muchos nutrientes del suelo. Durante miles de años los milperos han mantenido la productividad de sus minifundios quemando una zona arbolada distinta cada año y sembrando el maíz en esas fértiles cenizas. A nuestros ojos es una deforestación en toda regla, pero para los mayas es la única forma de sobrevivir.

En cuanto al riego de los cultivos… bien, ahí es donde Chac entra en escena. Para que el maíz prospere son imprescindibles las lluvias estacionales, que además deben seguir un programa terriblemente preciso: no puede llover en invierno, para que en marzo los campos y el bosque estén secos y ardan bien; a principios de mayo ha de llover un poco, para que la tierra se ablande y reciba bien la siembra; a continuación se necesita una lluvia ligera para que la simiente brote y el joven dios del maíz haga su aparición en forma de una mazorca en ciernes; finalmente se necesitan lluvias abundantes para que se dispare el crecimiento de la planta y engorden los granos del maíz maduro. Si en cualquier fase del ciclo anual se registran lluvias irregulares, habrá menos comida que llevarse a la boca.

El interrogante arqueológico, aún sin respuesta, es por qué las grandes ciudades-estado mayas de Yucatán sucumbieron una tras otra. El milagro es que sobreviviesen, alimentándose de un cereal cultivado en un entorno tan despiadado.

Pero sobrevivieron, e incluso prosperaron, a veces recogiendo cosechas abundantes y otras, como De Anda cree que ocurrió en Holtún, disponiendo ofrendas en el interior de un cenote cuando una sequía prolongada causaba un descenso del nivel freático de hasta seis metros. Con una población que se estima era de millones de personas hace mil años, los mayas del árido norte erigieron tantas ciudades, siempre junto a un cenote vivificador, que cualquiera puede toparse con unas ruinas intactas. De hecho, un par de días después del cenit, mientras seguía un camino entre milpas y bosque a varios kilómetros de Chichén Itzá acompañada del arqueólogo y espeleólogo Donald Slater, de pronto este señaló a nuestra derecha y me dijo: «Ahí lo tiene». Lo que en un principio me había parecido una zona donde el bosque se hacía más espeso, a unos 50 metros del camino, resultó ser una colina de pronunciada pendiente. Huelga decir que en la zona no hay colinas de pronunciada pendiente. Pero hay pirámides. Aquella era especialmente alta, y justo enfrente de su esquina sudoeste se abría una gran cueva.

Para los mayas la cueva sería una boca, las enormes fauces de una devoradora deidad telúrica o una de las moradas de Chac. Slater confiaba en poder demostrar su tesis de que aquella cueva era un punto sagrado de observación desde el cual recibir la llegada del sol el día en que alcanza su cenit, y que la pirámide, conocida pero no explorada en su totalidad, se había construido o al menos orientado con expresa referencia a la cueva.

Con anterioridad a nuestra visita Slater había encargado a unos campesinos mayas que despejasen de vegetación la cara oeste de la estructura para que se pudiera apreciar con claridad el recorrido del sol cenital. En la entrada de la cueva se veían los restos de una escalera rudimentaria excavada siglos atrás, quizá para que los chamanes franqueasen las aterradoras fauces de la Tierra. Slater cree que los sacerdotes solares pasaban la noche anterior al cenit ayunando, danzando y cantando al son de tambores y flautas de cerámica de dos tubos, como las que halló en la cueva, alabando al dios sol por traer una vez más el día del cenit y, con él, las lluvias.

De pie en el mismo lugar donde quizás estuvieron en su día aquellos sacerdotes, la pirámide se erguía imponente ante nosotros. Aguardamos. A las 8.07 de la mañana un gran orbe naranja asomó vacilante por detrás de la pirámide, pareció detenerse uno o dos segundos y a continuación se mostró en toda su grandiosidad cegadora al rebasar el templete superior, inundando nuestra cueva con su luz deslumbrante. Hace siglos, explicó Slater, en los dos días de sol cenital, el astro ejecutaría su danza sobre lo que ahora son las ruinas de una plataforma situada en la esquina sudoeste de la estructura.

Para los mayas, grandes observadores del cielo, las pirámides de Yucatán –muchas de las cuales están alineadas con el orto y el ocaso de los equinoccios y de los días de sol cenital– serían cronómetros cósmicos, unas estructuras en constante interacción con el firmamento. Y la interacción de K’inich Ajaw –el sol– y las aguas sagradas de Chac se verificaba en la danza de la vida de la que nacían los maizales.

A mi modesto nivel había emprendido mi propia búsqueda de Chac. Recorría la península de Yucatán en pos de los ritua­­les y las creencias de los mayas actuales que me ayudasen a comprender el vínculo con sus gloriosos ancestros. La mayoría de los mayas vive hoy en comunidades agrícolas pobres en las que estacionalmente se invoca a Chac, para ellos tan importante como antaño, en una larga plegaria de invocación a la lluvia llamada Cha Chac.

A unos 130 kilómetros al sudeste de Chichén Itzá, cerca de lo que hoy se conoce por el nombre tan glamuroso como engañoso de Riviera Maya, está la aldea de Chunpón. Pertenece a la Zona Maya, un área de designación oficial que ocupa buena parte de la península de Yucatán. Visité Chunpón acompañada de Pastor Caamal, un guía turístico independiente (independencia de la que se enorgullece) que, al igual que muchos de sus vecinos y que Luis Un Ken, es un cruzoob, esto es, que cree en la Cruz Parlante, una reliquia de la insurrección decimonónica conocida como la Guerra de Castas. Descendiente de guerreros mayas que se rebelaron y combatieron al ejército regular, sigue dedicando 15 días al año a montar guardia día y noche en el santuario de la cruz.

«Los cruzoob son básicamente los mayas que sobrevivieron», me dijo Caamal una tarde de verano mientras «volábamos» por una autopista llana de la Zona Maya hacia su ciudad natal. Exageraba un poco: la Guerra de Castas fue un movimiento estrictamente local, mientras que hay unos cinco millones de mayas viviendo en un área que abarca el tercio más meridional de México, la mayor parte de Belice y Guatemala, y el oeste de Honduras y de El Salvador. Aunque sí es cierto que en Yucatán prácticamente no quedó una población al margen del conflicto.

Pregunté a Caamal cómo conciliaba la diferencia entre el antiguo panteón maya y Jesucristo, a quien los mayas invocan a menudo. «Somos politeístas», me respondió. Lo curioso es que en la zona apenas hay iglesias o sacerdotes católicos; ese hueco lo ocupan los hmem: chamanes, sanadores y encantadores que median entre los dioses y sus necesitados adoradores.

Al verme cada vez más desesperada por saber dónde podría presenciar un ritual Cha Chac, Caamal me propuso visitar a su hmem por si supiera de alguno en perspectiva, aunque la estación ya estaba muy adelantada.

Bajo el contundente calor del mediodía hicimos una breve parada en el conjunto de cabañas de Chunpón donde vivía la familia de Caamal. En la ovalada cabaña de la cocina había una hilera de hamacas colgadas, cada una de las cuales estaba ocupada por un pariente que charlaba y se mecía tranquilamente. La madre, tan diminuta como temible, me fulminó con la mirada –yo era una «española», una no maya–, pero preparó unas tortillas y me las sirvió con carne y chiles. Más tarde preguntó con retintín a su hijo cuándo tenía pensado bajarme de su hamaca y largarme, pero las normas de hospitalidad, tan inexorables como el movimiento de los astros, exigían que me ofreciese un refrigerio.

De vuelta en la carretera nos detuvimos en el poblado de Chun-Yah, donde, como en buena parte de la Zona Maya, no ha llegado el teléfono fijo ni el móvil y la escolarización es muy rudimentaria. En su polvoriento conjunto de cabañas ovaladas techadas con paja, el mentor y hmem de Caamal, Mariano Pacheco Caamal, me recibió con una amplia sonrisa.

Don Mariano aseguró que sabía utilizar 40 plantas distintas para curar enfermedades y sanar fracturas y mordeduras de serpiente. En una ocasión en que Pastor pasaba por un momento muy delicado, don Mariano había creado un anillo invisible de fuego protector alrededor de su amigo. En sueños había averiguado qué solicitar a cada dios y qué día de la semana hacerlo. Sabía dónde encontrar las cuevas sagradas.

Don Mariano llevaba pantalones cortos y chancletas y parecía tener muy pocas pertenencias para ser un hombre de su edad y prestigio. Hablaba un español muy elemental, y dado mi total desconocimiento del maya, Pastor hubo de traducir mis preguntas de diferentes maneras hasta que eran comprendidas. Pregunté a don Mariano cómo sabía que era maya. El afable hmem me miró extrañado a través de sus gruesas gafas. «Porque somos pobres», dijo. Repetí la pregunta. «Por lo que comemos, por el color de la piel, por la estatura», fue la respuesta. Y acto seguido se le ocurrió otra mejor: «Porque aquí no hay fábricas, ni máquinas, ni humo. Por la noche tenemos paz, silencio. Por la mañana me digo: “Hoy voy a hacer tal cosa, tal otra”. Nuestro trabajo es nuestro. Cuando trabajas para los de fuera, te dicen: “Dame tu tiempo”. Pero los mayas son amos de sí mismos.»

¿Tenía conocimiento de que todavía se fuera a celebrar algún Cha Chac? Por desgracia, don Mariano solo pudo confirmar que era demasiado tarde para ello. En Chun-Yah, como en todas partes, ya había pasado la época de sembrar e invocar las lluvias. Luego tuvo la amabilidad de explicar en qué consiste una ofrenda de Cha Chac en su pequeña parcela del universo maya. Un altar o mesa de ofrendas rectangular, de menos de un metro de ancho y hecha de ramas y unas cuantas tablas, representa el mundo. Sobre ella se colocan las diversas viandas ofreci­das a Chac en un orden muy estricto, acompañadas de jícaras de balché (una bebida sagrada de fruta fermentada con la corteza del árbol ho­­mónimo) y calabazas de agua sagrada, obtenida de un cenote o cueva oculta. Este banquete especial consta de 13 barras de «pan», gruesas tortillas preparadas con 13 capas de masa de maíz en representación de los 13 estratos del mundo sobrenatural superior. El pan se envuelve en hojas de bakaalché, un arbusto de la zona, y se hornea en un pib, un hoyo excavado cerca del altar. En el centro de la mesa, en un borde, se coloca una cruz que domina sobre el conjunto.

Otra mañana de calor asfixiante, con una lluvia que no acaba de llegar, sin rastro de nubes, se celebraba en Yaxuná una ceremonia estacional tardía en honor del rezagado Chac. Yaxuná, una villa del centro de la península, está a unos 20 kilómetros al sur de Chichén Itzá. Es una zona de Yucatán en la que muchas personas dependen todavía de la milpa, lo que los convierte en angustiados súbditos de Chac. La ce­­remonia casi había concluido cuando llegué. Los vecinos y su hmem, desesperados por que lloviese, llevaban casi dos días sin descansar intentando atraer por todos los medios a Chac.

Habían hecho un largo camino a pie a través del bosque hasta llegar a una cueva secreta, a cuyas profundidades habían accedido con un precario tinglado de cuerdas para recoger el agua que requería la ceremonia. Habían erigido el altar, excavado el pib, corrido con el enorme gasto de aportar 13 gallinas cebadas para el banquete ritual, velado ante el altar mientras rezaban y bebían balché y dado forma a las torres de panes de maíz y pipas de calabaza cuyas 13 capas las mujeres tenían prohibido tocar. Los habían horneado en el pib y sacado de su lecho candente, que dejaron destapado para que el vapor se elevase directamente hacia el dios de la lluvia a modo de ofrenda.

Y después de todo eso, por fin estaba el hmem, Hipólito Puuc Tamay, rezando ante el altar a Chac, a Jesucristo, a todos los santos, a san Juan Bautista, a las fuerzas de la tierra y el cielo, y otra vez a Chac, para que la lluvia cayese sobre ellos y sobre todas las comunidades mayas de su entorno para que de ese modo todos pudiesen sobrevivir a un nuevo ciclo completo del sol. Siguiendo instrucciones del hmem, un vecino se acuclilló sobre una piedra detrás del altar y se quedó inmóvil. Solo se movía para soplar de vez en cuando en el interior de una de las calabazas en las que Chac guarda el viento. Era un simple vecino, pero también era el dios de la lluvia, y por eso tenía los ojos cerrados, para no perjudicar la ceremonia con su mirada terrible.

También estaban las ranitas, cinco niños que con timidez se agachaban al pie del altar del mundo, uno en cada esquina y otro en el centro, cuatro de ellos entonando un «hmaa, hmaa, hmaa» y el quinto, «lek lek lek lek lek», un coro de notable parecido con el canto de las ranas bajo la lluvia vespertina.

De la nada llegó un viento que acarició el claro. Un trueno rugió en la distancia azulada.

Cuando se repartía entre los hombres exhaustos el banquete ceremonial a base de pollo y pan de maíz con pipas, empezó a llover: un chaparrón estival, ligero y refrescante. Señal, dijo el hmem, de que Chac había recibido la ofrenda y se complacía con la oración de su pueblo. Quizá pronto la tierra estaría lista para la siembra.

 

Tomado de: http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/secretos-del-mundo-espiritual-maya_7484/1

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